La crítica trata de los sentidos. Ocupa, como se ha dicho, un lugar intermedio entre la ciencia y la lectura; da una lengua a la pura habla que lee y da un habla (entre otras) a la lengua mítica de que está hecha la obra y de la cual trata la ciencia.
La relación de la crítica con la obra es la de un sentido con una forma. Imposible para la crítica el pretender “traducir” la obra, principalmente con mayor claridad, porque nada hay más claro que la obra. Lo que puede es “engendrar” cierto sentido derivándolo de una forma que es la obra. La crítica concebir una red de sentidos tal que en ella se ubiquen, según ciertas exigencias lógicas sobre las cuales volveremos dentro de un instante, el tema ctoniano y el tema solar. La crítica desdobla los sentidos, hace flotar un segundo lenguaje por encima del primer lenguaje de la obra, es decir, una coherencia de signos. Se trata en suma de una especie de anamorfosis, dejando bien sentado por una parte, que la obra no se presta jamás a ser un puro reflejo (no es un objeto especular como una manzana o una caja) y, por otra, que la anamorfosis misma es una transformación vigilada, ambas sometidas a sujeciones ópticas: de lo que refleja, debe transformarlo todo; no transformar siguiendo ciertas leyes; transformar siempre en el mismo sentido. Estas son las tres sujeciones de la crítica.
La crítica no puede decir “cualquier cosa”. Lo que controla su propósito no es sin embargo el temor moral a “delirar”; primero porque deja a otros el cuidado indigno de distinguir perentoriamente la locura de la sinrazón, en el siglo mismo en que su deslinde ha sido puesto en tela de juicio20; después, porque el derecho de “delirar” es una conquista de la literatura desde Lautréamont, a lo menos, y la crítica bien podría entrar en una crisis de delirio obedeciendo a motivos poéticos, por poco que lo declarase; por último, porque los delirios de hoy son a veces las verdades de mañana: ¿no habría Taine parecido “delirante” a Boileau, Georges Blin a Brunetière? No. Si el crítico está llamado a decir algo (y no cualquier cosa) es que concede a la palabra (la del autor y la suya) una función significante y que en consecuencia la anamorfosis que imprime a la obra (y a la que nadie en el mundo tiene el poder de sustraerse) está guiada por las sujeciones formales del sentido: no se halla un sentido de cualquier modo (en caso de duda, inténtese hallarlo): la sanción del crítico no es el sentido de la obra, sino el sentido de lo que dice sobre ella.
La primera sujeción es la de considerar que en la obra todo es significante: una gramática no está bien descrita si todas las frases no pueden explicarse en ella; un sistema de sentido no cumple su función si todas las palabras no pueden encontrar en él un orden y un lugar inteligible: basta con que un solo rasgo esté demás para que la descripción no sea buena. Esta regla de exhaustividad, bien conocida por los lingüistas, es de muy otro alcance que la especie de control estadístico que intentan imponer al crítico. Una opinión obstinada, proveniente una vez más de un presunto modelo de las ciencias físicas, le dice al oído que sólo puede retener en la obra elementos frecuentes, repetidos, a menos de hacerse culpable de “generalizaciones abusivas” y de “extrapolaciones aberrantes”; usted no puede, le dicen, tratar como “generales” situaciones que sólo se encuentran en dos o tres tragedias de Racine. Hay que recordar una vez más que, estructuralmente, el sentido no nace por repetición sino por diferencia, de modo que un término raro, desde que está captado en un sistema de exclusiones y de relaciones, significa tanto como un término frecuente: en francés la palabra baobad no tiene más ni menos sentido que la palabra amigo. El descuento de las unidades significantes tiene su interés y de él se ocupa una parte de la lingüística; pero este descuento esclarece la información, no la significación. Desde el punto de vista crítico, no puede conducir sino a un callejón sin salida, porque desde el momento en que se define el interés de una notación o, si se quiere, el grado de persuasión de un rasgo, por el número de sus ocurrencias, hay que decidir metódicamente ese número: ¿partiendo de cuántas tragedias tendría yo el derecho de “generalizar” una situación raciniana? ¿Cinco, seis, diez? ¿Debo sobrepasar el “término medio” para que el rasgo sea notable y el sentido surja? ¿Qué haré de los términos raros? ¿Librarme de ellos dándoles el púdico nombre de “excepciones”, de “desvíos”? Otros tantos absurdos que la semántica permite precisamente evitar. Porque “generalizar” no designa aquí una operación cuantitativa (inducir del número de sus ocurrencias la verdad de un rasgo) sino cualitativa (insertar todo término, aún raro, en un conjunto general de relaciones).
Sin duda, por ella sola, una imagen no hace lo imaginario, pero lo imaginario no puede describirse sin esa imagen, por frágil o solitaria que sea, sin el eso, indestructible, de tal imagen. Las “generalizaciones” del lenguaje crítico están vinculadas con la extensión de las relaciones de las cuales forma parte una notación, no con el número de las ocurrencias materiales de esa notación: un término puede no formularse más que una vez en toda la obra y sin embargo, por efecto de cierto número de transformaciones que definen precisamente el hecho estructural, estar presente “en todas partes” y “siempre”. Esas transformaciones tienen sus sujeciones también: son las de la lógica simbólica. Al “delirio” de la nueva crítica se oponen “las reglas elementales del pensamiento científico o inclusive simplemente articulado”; es estúpido; hay una lógica del significante. Sin duda, no se la conoce bien y todavía no es fácil saber de qué “conocimiento” puede ser objeto; al menos, es posible acercarse a ella, cosa a la cual se aplican el psicoanálisis y el estructuralismo; al menos, sabemos que no puede hablarse de símbolos de cualquier manera; al menos, disponemos —aunque sólo sea provisionalmente— de ciertos modelos que permiten explicar según qué dificultades se establecen las cadenas de símbolos. Esos modelos deberían prevenir contra el asombro —en sí bastante asombroso— que la antigua crítica siente al ver que se aproximan la sofocación y el veneno, el hielo y el fuego.
Esas formas de transformación han sido enunciadas a la vez por el psicoanálisis y la retórica. Son, por ejemplo, la sustitución propiamente dicha (metáfora), la omisión (elipsis), la condensación (homonimia), el desplazamiento (metonimia), la denegación (antifrase). Lo que el crítico trata de encontrar serán pues transformaciones reglamentadas, no aleatorias, que atañen a cadenas muy extendidas (el pájaro, el vuelo, la flor, el fuego de artificio, el abanico, la mariposa, la bailarina, en Mallarmé), que permiten relaciones lejanas pero legales (el gran río calmo y el árbol otoñal ), de suerte que la obra, lejos de ser leída de una manera “delirante”, se halle penetrada por una unidad cada vez más vasta. ¿Son fáciles esas relaciones? No más que las de la poesía misma.
El libro es un mundo. El crítico experimenta ante el libro las mismas condiciones de habla que el escritor ante el mundo. Es aquí donde llegamos a la tercera sujeción de la crítica. Como la del escritor, la anamorfosis que el crítico imprime a su objeto está siempre dirigida: debe siempre ir en el mismo sentido. ¿Cuál es ese sentido? ¿Es el de la “subjetividad” con el cual aturden al nuevo crítico? Por lo común se entiende por crítica “subjetiva” un discurso dejado a la entera discreción del sujeto, que no tiene en cuenta para nada al objeto, y que se supone (para mejor abrumarlo) reducido a la expresión anárquica y charlatana de sentimientos individuales. A lo cual podría ya responderse que una subjetividad sistematizada, es decir cultivada (proveniente de una cultura), sometida a sujeciones inmensas, surgidas ellas mismas de los símbolos de la obra, tiene más probabilidades, quizá, de aproximarse al objeto literario que una objetividad inculta, cegada con respecto a sí misma y amparándose detrás de la letra como detrás de una naturaleza. Pero, a decir verdad, no se trata exactamente de eso: la crítica no es la ciencia: en crítica no es el objeto lo que hay que oponer al sujeto, sino su predicado.
Se dirá de otra manera que la crítica afronta un objeto que no es la obra, sino su propio lenguaje. ¿Qué relación puede tener un crítico con el lenguaje? Es por ese lado que debemos tratar de definir la “subjetividad” del crítico. La crítica clásica tiene la creencia ingenua de que el sujeto es un “pleno”, y de que las relaciones del sujeto con el lenguaje son las de un contenido con su expresión. El recurso al discurso simbólico conduce, al parecer, a una creencia inversa: el sujeto no es una plenitud individual que tenemos o no el derecho de evacuar en el lenguaje (según el “género” de literatura que se elija), sino por el contrario un vacío en torno del cual el escritor teje una palabra infinitamente transformada (inserta en una cadena de transformación, de suerte que toda escritura que no miente designa, no los atributos interiores del sujeto, sino su ausencia). El lenguaje no es el predicado de un sujeto, inexpresable, o que aquél serviría para expresar: es el sujeto.
Eso es muy precisamente lo que define a la literatura: si se tratara sencillamente de expresar o de exprimir (como un limón) sujetos y objetos igualmente plenos por “imágenes”, ¿para qué la literatura? Bastaría el discurso de mala fe. Lo que arrastra consigo el símbolo es la necesidad de designar incansablemente la nada del yo que soy. Agregando su lenguaje al del autor y sus símbolos a los de la obra, el crítico no “deforma” el objeto para expresarse en él, no hace el predicado de su propia persona; reproduce una vez más, como un signo desprendido y variado, el signo de las obras mismas cuyo mensaje, infinitamente examinado, no es tal “subjetividad”, sino la confusión misma del sujeto y del lenguaje, de modo que el crítico y la obra digan siempre: soy literatura, y que, por sus voces conjugadas, la literatura no enuncie jamás la ausencia del sujeto.
Ciertamente, la crítica es una lectura profunda (o mejor dicho, perfilada); descubre en
la obra cierto inteligible y en ello, es verdad, descifra y participa de una interpretación. Sin embargo, lo que devela no puede ser un significado (porque ese significado retrocede sin cesar hasta el vacío del sujeto), sino solamente cadenas de símbolos, homología de relaciones: el “sentido” que da de pleno derecho a la obra no es finalmente sino una nueva eflorescencia de los símbolos que constituyen la obra. Cuando un crítico extrae del pájaro y del abanico mallarmeanos un “sentido” común, el de ida y vuelta, de lo virtual, no designa una última verdad de la imagen, sino únicamente una nueva imagen, ella misma suspendida. La crítica no es una traducción, sino una perífrasis. No puede pretender encontrar de nuevo el “fondo” de la obra, porque ese fondo es el sujeto mismo, es decir una ausencia: toda metáfora es un signo sin fondo, y es ese lejano del significado lo que el proceso simbólico, en su profusión, designa: el crítico sólo puede continuar las metáforas de la obra, no reducirlas: una vez más, si hay en la obra un significado “oculto” y “objetivo”, el símbolo no es más que eufemismo, la literatura no es más que disfraz y la crítica no es más que filología. Es estéril llevar de nuevo la obra a lo explícito puro, puesto que entonces no hay en seguida nada más que decir y la función de la obra no puede consistir en sellar los labios de aquellos que la leen; pero apenas es menos vano el buscar en la obra lo que diría sin decirlo y suponer en ella un secreto último, al cual, una vez descubierto, no habría igualmente nada que agregar: dígase lo que se diga de la obra, queda siempre, como en su primer momento, lenguaje, sujeto, ausencia.
La medida del discurso crítico es su justeza. Así como en música, aunque una nota justa no sea una nota “verdadera”, la verdad del canto depende, sumando y restando, de su justeza, porque la justeza está hecha de un unísono o de una armonía; de igual modo, para ser verdadero, es menester que el crítico sea justo y que intente reproducir en su propio lenguaje, según “alguna puesta en escena espiritual exacta” las condiciones simbólicas de la obra; de no hacerlo así no puede “respetarla”.
Hay en efecto dos maneras, es verdad que de brillo desigual, de no acertar con el símbolo. La primera, ya lo vimos, es harto expeditiva: consiste en negar el símbolo, en reducir todo el perfil significante de la obra a las chaturas de una falsa letra o a encerrarlo en el callejón sin salida de una tautología. Opuesta a ella, la segunda consiste en interpretar científicamente el símbolo: declarar, por una parte, que la obra se ofrece al desciframiento (en lo cual se la reconoce simbólica), pero, por otra, llevar a cabo ese desciframiento mediante una palabra en sí misma literal, sin profundidad, sin fuga, encargada de detener la metáfora infinita de la obra para poseer en esa detención su “verdad”: de este tipo son los críticos simbólicos de intención científica (sociológica o psicoanalítica). En los dos casos la disparidad arbitraria de los lenguajes, el de la obra y el de la crítica, es lo que hace errar el símbolo: querer reducir el símbolo es tan excesivo como obstinarse en no ver sino la letra. Es menester que el símbolo vaya a buscar el símbolo, es menester que una lengua hable plenamente otra lengua: es así, finalmente, como se respeta la letra de la obra. No es vano ese rodeo que devuelve por fin al crítico a la literatura: permite luchar contra una doble amenaza: hablar de una obra expone en efecto a volcar en una palabra nula, sea charla, sea silencio, o en una palabra reificante que inmoviliza en una última letra el significado que cree haber encontrado. En crítica, la palabra justa sólo es posible si la responsabilidad del “intérprete” hacia la obra se identifica con la responsabilidad del crítico hacia su propia palabra.
El crítico no puede disponer del lenguaje como de un bien o de un instrumento: es aquel que no sabe a qué atenerse sobre la ciencia de la literatura. Aunque le definieran esta ciencia como puramente exponente” (y no ya explicativa), se encontraría también separado de ella: lo que expone es el lenguaje mismo, no su objeto. Sin embargo, esta distancia no es por entero deficitaria si permite a la crítica desarrollar lo que falta precisamente a la ciencia y que se podría llamar con una palabra: ironía. La ironía no es otra cosa que la cuestión planteada al lenguaje por el lenguaje. La costumbre que hemos tomado de dar al símbolo un horizonte religioso o poético nos impide percibir que hay una ironía de los símbolos, una manera de poner en tela de juicio al lenguaje por los excesos aparentes, declarados, del lenguaje. Frente a la pobre ironía volteriana, producto narcisista de una lengua demasiado confiada en sí misma, puede imaginarse otra ironía que, a falta de nombre mejor, llamaríamos barroca, porque juega con las formas y no con los seres, porque amplía el lenguaje en vez de reducirlo.
¿Por qué le sería vedada a la crítica? Es quizá la única palabra seria que se le ha dejado, hasta tanto el status de la ciencia y del lenguaje no se halle bien establecido —lo que hoy parece ser el caso. La ironía es entonces lo que le es dado inmediatamente al crítico: no el ver la verdad, según la frase de Kafka, sino el serlo, de modo que
tengamos derecho de pedirle, no háganos creer en lo que usted dice, sino: háganos creer en su decisión de decirlo.
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